Hay momentos que lo describen todo, que se convierten en síntesis perfectas, en metáforas, y en este caso, la situación provoca una inevitable vergüenza ajena. En estos días el presidente parece creer, envalentonado, que estrenar su ímpetu crítico con su vicepresidenta es haber asumido en el poder. Que, como cuando dio vuelta de campana en todo lo que pensaba y apareció abrazado con ella después de ser su más acérrimo atacante, las cosas pueden arreglarse a los volantazos. Si ya su credibilidad estaba diezmada por sus propias contradicciones, ahora, además, todo parece muy poco serio. Quizás, este viaje inútil, para escapar de las malas noticias o de alguna trampa de sus socios, termina por darnos perspectiva, del verdadero drama del poder, donde además de una escandalosa frivolidad, hay una permanente subestimación de quienes asistimos al patético espectáculo.
En los escenarios del mundo, donde aún prevalecen protocolos y cierto sentido común, todo se nota mucho más. Acá, con un buen coro de obsecuentes, cualquiera niega hasta la ley de la gravedad, y todos lo aplauden, pero afuera la cosa cambia y todo queda al desnudo.
Pero vamos a una cuestión más simple sobre la mera comunicación humana. Si a uno le cuentan un chiste se ríe, si a uno le cuentan una desgracia al menos desde la gestualidad se acongoja para empatizar, si se entera de una buena noticia, se congratula. Si a uno le preguntan su nombre, no dice su apellido, si le preguntan a otro uno no contesta, si la pregunta es sobre sospechas de corrupción y uno es presidente, para empezar, no se mata de risa. Eso hizo Alberto Fernandez ante una periodista extranjera. Se mató de risa ante una pregunta sobre sospechas de uso indebido de recursos del estado, que encima no iba dirigida a él sino al canciller alemán.
Repasemos los hechos. La periodista, a su turno de preguntar, hizo dos consultas, una al mandatario argentino y otra a su par alemán. Las formuló una tras otra para aprovechar su momento en la ronda, y la segunda dirigida al Canciller Olaf Scholz se refería a las críticas a su ministra de defensa por haber utilizado el helicóptero oficial para viajar con su hijo. Es difícil encontrar una explicación a que el mandatario argentino no haya comprendido que la mujer de prensa se refería al uso indebido y abusivo de los recursos públicos, por el tono y por la temática. Lo cierto, es que se le rió en la cara además de parecerle, literalmente, “asombrosa”, su pregunta.
El único asombro era el que asaltaba a todos los presentes por la burla desembozada del presidente argentino que al mismo tiempo que la ejecutaba parecía no registrar su desubicación para profundizarla aún más. Tan gracioso le pareció todo que también decidió burlarse de su par alemán que debía contestarla, vaya a saber por qué.
Y ahí, cuando ya se había pasado el límite de lo comprensible se sumó lo payasesco, porque después de matarse de risa, el presidente había olvidado la pregunta. Y se ofrecía al mismo tiempo a contestarla aunque no era para él. La escena podría caber perfectamente en el guión de un comediante de clase B.
Si uno se despegara por un momento de la vergüenza que da ver la secuencia y saber que ese señor nos representa hasta puede descomponerse de la risa. Pero si sólo repasamos ciertos desaguisados diarios, podemos coincidir en que hace tiempo nos gobierna el ridículo. Ese mismo señor declaró hace unos dos meses la guerra a la inflación banalizando una guerra real y prometiendo humo porque hoy se conoce otro índice de precios y ya sabemos que marcará que aquella guerra berreta está perdida. Ese mismo señor fue a rendirle pleitesía y servilismo a Vladimir Putin en otra gira inexplicable en medio de su necesidad de lograr el apoyo de EEUU para el acuerdo por el Fondo y en momentos en que ya era claro que se venía una invasión. En esa instancia no sólo no se le ocurrió pedir por una salida pacífica sino que ofreció a Argentina como una novia para el villano, dejando al país en una posición casi de paria. Eran tiempos, no lejanos, en que cualquier barbaridad se justificaba para dejar contenta a Cristina, a la que ahora critica desde lejos. Es muy difícil saber quién es Alberto Fernandez. Veremos cuánto y cómo sostiene lo que viene diciendo en las últimas 24 horas.
A ver. Hay risas que se producen ante lo gracioso, otras que se producen por perturbación, y otras que se mezclan con la vergüenza. Hay situaciones rarísimas en que la gente se rie en el teatro. Los directores explican que hay escenas en que los espectadores no soportan el drama que está marcando la ficción y ríen, por ejemplo, para escapar de la historia. Es muy difícil categorizar este momento en que el presidente argentino se convierte en el hazmerreír de una audiencia global.
Qué le habrá parecido gracioso al presidente. ¿Habrá pensado, mirá qué gilada preguntan estos que no saben que a Cristina le mandábamos los diarios en el Tango? ¿Habrá pensado mirá qué gilada preguntan estos que no saben que cuando encerré a todos por la cuarentena yo hacía fiestas en Olivos? ¿Habrá pensado, mirá qué giladas preguntan estos que no saben que allá los funcionarios tenemos tantos privilegios con lo público que lo consideramos propio, aunque sean las vacunas? Vaya a saber qué habrá pensado. Ojala no haya entendido. Ojala tenga alguna explicación para que baje la dosis de bochorno.
En el mientras tanto, la periodista que le realizó las preguntas se suma a la lista de destratos a periodistas, que por supuesto excede lo personal cuando se trata de un trabajador de prensa, porque si uno le falta el respeto al reportero, también le falta el respeto al público y claramente también a la libertad de prensa. Será que el presidente argentino viene desacostumbrado a las conferencias de prensa porque acá las esquiva, y menos acostumbrado a las preguntas incómodas que los entrevistadores amigos que suele elegir, ciertamente nunca le harían.
Claro que no da gracia, y qué triste que de risa, el presidente de los argentinos. Lo cierto es que hace tiempo que la tragedia y la farsa chapotean en el barro ante todos nosotros.