En sólo cinco días Cristina Kirchner atacó a dos de los poderes de la República. A codazos con las instituciones cuando obstaculizan sus pretensiones, fue esta vez mucho más allá. Al ataque a la jerarquía constitucional del Presidente, se sumó ahora una embestida directa al máximo tribunal de Justicia y a su titular, el doctor Horacio Rosatti. Usando una palabra de moda en el debate político, la señora Kirchner buscó descalificar a la justicia llamándola “la casta de la que nadie habla”. Citó a un periodista que buscó deslegitimar al presidente del supremo tribunal y su decisión de tomar el control del Consejo de la Magistratura, el órgano que designa y sanciona los jueces además de administrar los fondos del poder judicial.
La diferencia entre las ambiciones de controlar la justicia de Cristina y la decisión de la Corte, es que la Corte, y no Cristina es el poder competente en temas de constitucionalidad. Es necesario reiterarlo, el problema de Cristina es otra vez con la constitución, en cuyos asuntos según nuestras leyes tiene palabra final la Corte Suprema. Y la Corte definió la inconstitucionalidad de la conformación del consejo a la medida de Cristina. Convengamos que el máximo tribunal se tomó demasiado tiempo para hacerlo. Tanto, que eso le permitió al kirchnerismo poblar los tribunales con 368 jueces y ser dueños del destino de muchos otros. Cualquiera hubiera pataleado ante la pérdida de semejante tajada de poder. De ahí a la fantochada de utilizar un juez de un tribunal menor para cuestionar lo que se llama “cosa juzgada” por parte de la Corte, roza lo grotesco y deja al descubierto la desesperación ante una de las cuestiones que más le preocupa a Cristina Kirchner: su frente judicial. Como han destacado periodistas especializados, en la Corte también esperan numerosos recursos de la defensa de la vicepresidenta y recientemente no han sido buenas las noticias en ese sentido, para otros procesados por corrupción como Lázaro Baez y Julio De Vido.
Si por Cristina fuera, todas sus causas deberían terminarse de un plumazo y sin juicio, porque para ella los procesos en su contra se reducen a la definición de lawfare o persecución política que le ha servido de salvoconducto para intentar esquivar la igualdad ante la ley de cualquier hijo de vecino que debe responder en tribunales. Lo que está ocurriendo ahora, sin embargo, marca una etapa más radicalizada del avance contra la justicia. Ya no hay pomposas referencias como la democratización del poder judicial. Y, fracasadas las intentonas de reformar el Ministerio Público para controlar ni más ni menos que a los fiscales o la nueva ley aprobada contra reloj en el senado que ella preside, para reponer un consejo de la magistratura sin incidencia de la Corte Suprema, Cristina Kirchner ha pasado a una fase explícita. Una especie de golpismo discursivo para atacar a otros poderes de la república en abierto desafío.
Cristina ya no oculta nada. Se terminó la elegancia de las estratagemas o las intrigas. Se terminaron los artilugios legales y las cartas al presidente. La afrenta ahora, es descarnada y total. Aunque incumpla abiertamente un fallo de la Corte, lo que está sin duda fuera de la ley. Y aunque sepan que carece de legalidad el cuestionamiento a la Corte de un juez ignoto de Paraná, que -muy obediente por cierto-, dejó de saborear huevos de pascuas para intentar un segundo fallo que obstaculizara la asunción de Rosatti en el Consejo de la Magistratura. Como dicen los chicos, “se nota mucho”, señor juez. Más allá de eso, el tema del Consejo no es capítulo cerrado porque el oficialismo tendrá la chance de seguir con el tratamiento de la ley que ya tiene media sanción al tiempo que se podrá considerar propuestas de la oposición. Por supuesto que eso es demasiado irritante, para quien está acostumbrada a tener todo el control. Y en realidad, ese es el punto. Una vez más, como la semana pasada en su embestida a la figura del presidente, lo que Cristina no oculta, es que quiere tener todo el control y que los límites de la república le molestan.
En sus expresiones de este domingo, no faltó el desprecio que siente por los periodistas. El periodismo le molesta por los mismos motivos.
Pero más allá de sus recientes enojos y furias, de su persistente alineamiento con los regímenes autócratas, de su justificación para los crímenes de guerra de Vladimir Putin, -porque defender la invasión rusa a esta altura, es defender crímenes de guerra-, Cristina sigue siendo la figura gravitante del gobierno. Y eso es algo que le compete directamente al presidente. Aunque lo proteja la constitución de los embates de ella, es claro que su propia anemia política es la otra cara del liderazgo de Cristina en el Frente de Todos. Alberto Fernandez convirtió a su gobierno en un pantano donde nada puede avanzar en pos de la supuesta unidad. Ya no los une ni el espanto, porque las movidas de ella son desembozadas y dañinas. Sólo los unen las cajas y el poder. Esa es la unidad. El resto es fractura expuesta. Y el país atraviesa un momento tan grave, que los costos de no hacer pueden ser trágicos.
La inflación está descontrolada y las expectativas hechas trizas. El presidente sólo siembra incertidumbre sobre sí mismo y se hunde en cavilaciones. ¿Qué hará esta vez? ¿Gobernará con los alineados, como dijo el ministro Guzmán? ¿O volverá a retroceder en chancletas ante un cristinismo que domina el 71% de los puestos del estado? Si para Alberto Fernandez quedarse quieto es una manera de actuar, la fórmula estaría gastada a la luz de los problemas que aquejan a la Argentina.
No se sabe a qué pactos responde su inercia o su terror. En qué incumplió con la mujer que lo hizo presidente. Lo que es claro, es que no tiene opción a serlo. Los vacíos en política son letales y mucho más en la cúspide del poder. Su estilo, hasta acá, sólo ha llevado a una situación de peligrosa ingobernabilidad, desconocida para el peronismo en un gobierno propio.