Un presidente siempre asume envuelto por el manto contradictorio de las expectativas. Con el correr del tiempo la sociedad y él mismo deben reconciliarse con lo que no podrá lograr de todo lo que había prometido. Y al mismo tiempo, la dura realidad es la que finalmente le deja o no, ciertos resquicios para construir su legado y su proyección. Con el gobierno de Alberto Fernandez, ocurre algo dramático. Por momentos la sensación es que ni comenzó. El mediocre acuerdo con el Fondo es suficiente señal de transitoriedad y carencias. Y ni bien fue firmado comenzó a ser aniquilado por las propias mandíbulas de la interna oficial. Algo que no extraña y hasta fue anunciado sin rubores, porque si algo caracterizó a la administración actual no fue la gestión sino el bloqueo. El bloqueo de los propios, que nunca fueron propios. La paradoja, es que mientras se consume su presidencia, el jefe de estado sigue haciendo el amague de comenzar, esta vez, sí, su mandato, a pesar de tener el gobierno ocupado por quienes lo dejaron virtualmente solo. Nadie sabe si el inminente cambio de gabinete sellará cierta paz o la guerra total. Es tal el nivel de agotamiento político que uno de estos días, mientras siguen hablando de cómo arrancar, se darán cuenta de que ya comenzaron los aprontes para las próximas elecciones presidenciales. Ante nuestros ojos se despliega una presidencia sin destino que se empeña en construir su propia contradicción de llegar al punto de terminar el mandato sin siquiera haberlo comenzado.
El acuerdo con el FMI fue probablemente el único acto de autonomía del Presidente, que pareció querer disimular la ruptura interna dejando todo como estaba a pesar de un inocultable astillamiento de toda armonía y siquiera de la mínima comunicación. Cuando el resto de la política o el núcleo de fieles al mandatario se muestran atónitos ante el accionar del cristinismo, por su virulencia y sesgo destituyente, o se creyeron su propio teatro o parecen olvidar algunas cosas esenciales: la primera es que para el kirchnerismo Alberto es un okupa, el gobierno les pertenece, y nunca aceptaron el acuerdo con el organismo de crédito. Por estas tres premisas, en las que no entra ninguna concepción institucional, porque interpretan el poder desde su propio verticalismo, en el que Cristina es la jefa, sólo construyen el vacío de poder en el que gira un presidente esmerilado y una maquinaria de obstrucción fenomenal que funciona a cielo abierto. En días recientes han apuntado sus cañones al ministro de economía y no se sabe si el presidente podrá sostenerlo si apenas lograr sostenerse a sí mismo.
El presidente logró el acuerdo con el Fondo con la lengua afuera y bajo la candidez o el terror suficiente que le impidieron asegurar su cumplimiento o anticipar que la oposición cristinista iba a ser feroz. El ministro de Economía que ya había sido reducido a mero ministro de deuda quedó sin defensas. Cristina avisó todo el tiempo de su desacuerdo, pero ni él ni el resto de gran parte de la clase política, parecen querer ver lo evidente. Entonces, mientras todos apuestan a un iluso consenso, a cierta estabilidad y a una Cristina debilitada, y se la pasan en estado de asamblea y especulación, ella no para. El reciente caos en las calles y el caos que ya amenaza esta semana, lleva su firma y la de su hijo.
Desde otra firma, la del acuerdo, el albertismo vivió una especie de resurrección. Con esos hilos de incipiente vitalidad buscaron entonar a un presidente famélico de músculo político. Pero los titubeos y la falta de firmeza para imponer su propia autoridad consumen toda iniciativa propia, que arranca con fuerza y se debilita como la llama de un fósforo húmedo. Y, mientras el Poder Ejecutivo no ejecuta y flota en sus dilemas, su iniciativa se despedaza y Cristina avanza. Es curioso, el rearme de Cristina puede ser de poder residual porque para ella el poder tiene que ver con las chances de ganar una elección y la realidad es que acaban de perderlas. En ese pragmatismo, ella construye su resistencia desde el mismo día de la derrota en las legislativas y hoy su espacio aparece alineado con las fuerzas más radicalizadas del espectro político, las de la izquierda. En horas recientes, La Campora, confirmando los lineamientos de Máximo en su reciente discurso, dejó claro cuál es el lugar donde se ven a sí mismos en el tiempo que viene: la calle. La contradicción que se impone es que llaman a tomar las calles pero se abroquelan en las cajas. Ahí es donde aparece la morosidad del presidente. Internamente, no le responden quienes ocupan los lugares del gobierno donde deberían cumplirse sus órdenes. Un presidente que no puede hacer, es todo lo que ha configurado de sí mismo.
A tres semanas del acuerdo con el Fondo, no encaró el tema inflacionario, no aseguró los engranajes de cumplimiento del acuerdo y no salió del ensimismamiento que lo vuelve desconectado de una crisis que es de una gravedad pocas veces vista.
El cristinismo sigue teniendo claras sus premisas: 1-impedir un ajuste que toque sus cajas políticas, el resto no les importa; 2-asegurar lo que puedan en el tiempo que les queda los resortes judiciales para la impunidad de Cristina; 3-y el movimiento contradictorio de quedarse e irse al mismo tiempo, de ser oficialismo para el dinero y oposición para las políticas. Nada de esto les sería tan fácil si Alberto Fernandez tuviera tono y sustancialidad. Pero un gobierno fláccido políticamente que gastó toda su energía en disimularlo, sólo encuentra a cada paso, el poder que no construyó, la gestión que no produjo, y el campo minado que dejó hacer.
El incipiente relanzamiento del gobierno parece gozar en estas horas de la misma poca credibilidad que la guerra contra la inflación que verá su derrota en otro lapidario índice esta semana. A la farsa, se la creen ellos solos, mientras a Cristina no le importa nada, nada que no sea ella, y está dispuesta a todo. Si acaso no puede irse, por su imperiosa necesidad de mantener fueros y cajas, su permanencia es más que intención de unidad, un cerrojo al propio gobierno que ella misma gestó. O se hace como yo digo o no se hace nada, parece ser su máxima. Un presidente sitiado por su socia, tiembla y duda en cada paso mientras el kirchnerismo es brutal y voraz.