Muchos han hablado de los orígenes peronistas del Presidente de la Corte Suprema Horacio Rosatti. Quizás no sea tanto eso como su afición por la tragedia griega y su evolución hacia la justicia, lo que ha definido estas horas de un esgrima descomunal entre dos formas de poder y entre dos poderes de la República Argentina.
Para Cristina Kirchner, cultora de la omnipotencia no hay nada más revulsivo que cualquier cosa que discuta su poder total. El problema que representa la Justicia en un sistema democrático para la señora Kirchner es eso: que es un poder y que la discute. Con la matriz que traía de Santa Cruz, pasó las últimas dos décadas entretejiendo castraciones al sistema que podía disputarle control, a ella, que cree que el poder le pertenece. Había repartido píldoras de kriptonita para controlar el sistema judicial y el inimaginable regreso al poder del kirchnerismo fue su oportunidad de, por fin, ponerlo de rodillas. En más de dos años donde cuesta encontrar una medida de gobierno de Alberto Fernandez, hubo cerca de una veintena de avances contra la independencia de la justicia. Una verdadera artillería por varios flancos que tuvo en el Consejo de la Magistratura la cabeza de playa de una invasión sin disimulos para quebrar a la república. ¿Cuándo mueren las repúblicas? Cuando se descabeza su Corte Suprema. Cristina había llegado demasiado cerca con la humillante toma del organismo que es cabeza administrativa de ese otro poder que ella codicia no solo por veleidades de autócrata sino porque teme ir presa y porque las causas por corrupción que la atormentan desembocan en sus decisiones indiscutibles. ¿Cómo puede ser que alguien que no sea ella, que se considera libre incluso de probar su inocencia, y hace salto en alto sobre los juicios, tenga la potestad de decir que algo es “cosa juzgada”?
La domesticación del Congreso nunca había sido un problema en épocas de mayorías y la escribanía funcionaba prolija y expeditiva. Pero encima, las dos últimas elecciones, incluso la que ganó Alberto Fernandez, sumaron bancas de la oposición que equilibran las cosas de una manera inconveniente para los designios unipersonales. Así, no alcanza con manejar los hilos de un presidente puesto a dedo, una especie de golem que no termina de dar pasos por sí mismo. Con la imposibilidad de aprobar reformas a la justicia, -mucho menos a la constitución- o de destituir con juicios políticos a los supremos, el manejo del organismo que selecciona o destituye a los jueces era crucial. Servía presto, para acorazar a los jueces que obedecen Cristina aunque queden como ignorantes consuetudinarios de la ley, o para atacar a quienes osen reclamarle a la señora nimiedades como esas de cumplir la ley. Hay que tenerle miedo un poquito a Dios y un poquito a ella.
La tragedia de Cristina, que su habilidad táctica de estas horas, en las que volvió a hacer gala de burlar al sistema con sus propias fichas, es que ya no puede ocultar, ni disimular, ni engañar: no es el pueblo, no es la angustia por la inflación, no es el sufrimiento de la gente por la crisis lo que le importa. Sólo la desvela su destino judicial y no le importa nada de nada en esa lucha encarnizada. Si tiene que hacer trampa a la luz del día, lo hace. Cristina actúa como una prófuga anticipada, está en el poder para escapar de la justicia. Su acción política es una fuga. Primero quiso romper el sistema para eliminar el peligro. Ahora, aunque haya mostrado maestría maquiavélica, sólo ha ganado tiempo. La fuente del poder que ella sí siente encarnar, el que otorga el pueblo, ya le es esquiva. Aunque se aferre a su propio mito, seguramente lee las encuestas en las que su imagen negativa alcanza alturas siderales e incompatibles con una buena elección. Por eso se apresura a despegarse de su propio Presidente y no de casualidad, como dicen algunos notorios analistas, fue capaz incluso de romper su bloque. Las separaciones empiezan por peleas laterales hasta que el matrimonio se da cuenta que ya duermen los dos en cuartos separados.
Cristina ha mostrado una gran capacidad para las contorsiones, como cuando pasó de considerar a Jorge Bergoglio de villano a “mi mejor amigo el Papa”, porque simplemente le convenía, o como cuando pasó de odiar a Alberto Fernandez a ungirlo presidente para vender el Alberto Moderado que nació vencido y que le permitió regresar al poder. Ahora, en sólo 24 horas se diluyó el golpe institucional que habían denunciado por la decisión de la Corte, cuando encontraron un mejor ardid que el gastado lloriqueo de golpismos, y pudieron trampear la idea de equilibrio poniendo un consejero propio donde le correspondía un lugar a la oposición. Ahora deberá vérselas con un gladiador incansable como Luis Juez, con una oposición fortalecida y con una sociedad enojada con su gobierno, y ese sillón birlado tampoco le alcanza para salirse con la suya. Se podría decir que hoy en el Congreso los dos consejeros nombrados están bajo cuestionamiento y que incluso, si se judicializan ambos casos, todo puede terminar con un enroque, porque en la cámara de diputados, el Frente de Todos tiene los números para reclamar con argumentos el segundo representante del Consejo e impugnar lo decidido por Massa. Pero, así y todo, será una pelea que no revertirá la cuestión de fondo. El Consejo ya no es dominado por la señora Kirchner sino por el Presidente de la Corte, cuyo voto en caso de empate, vale doble.
Afirma un dicho popular, que el poder no cambia a la gente, sino que la muestra tal como es. Nunca se había visto con tanta claridad la esquiva cara de Cristina. Maestra del misterio hizo incluso de su silencio una herramienta de poder, blandió cartas como puñales de traición, y había tomado la sala de control de ese poder con el que está obsesionada, el poder judicial. Su obsesión es simple: el poder judicial es un límite a su propio poder, es decir, a su propia impunidad. El actual titular de la Corte la ha desafiado como jamás imaginó. En su libro “Ensayo sobre la Justicia, del oráculo a la razón”, Horacio Rosatti recuerda que, en la tragedia griega, “la felicidad y la infelicidad están en la acción”. En estas horas dramáticas de intrigas en las sombras, parece haber seguido esta máxima aristotélica con fallos rápidos y determinación irrefrenable para recuperar el control de la botonera del poder judicial que Cristina estaba determinada a colonizar.
Es sólo una fase de una puja que no termina. Nadie puede subestimar a la vicepresidenta. No sólo ha dado prueba de ello, sino que no tiene opción. Uno de los juicios que no pudo evitar, el de la obra pública, avanzará inexorable en estos meses, y los que creyó haber puenteado pueden darse vuelta. El poder de Cristina se termina donde empieza el poder de la justicia.
Para Horacio Rosatti, hoy puede considerarse el día de la restauración: el Consejo de la magistratura está presidido de nuevo por el poder judicial al que rige. Según su libro, el emerger de la justicia, como tal, es uno en el que “héroes encadenados a los dioses dieron paso a hombres desencadenados”. Las cadenas que había puesto Cristina, al menos por ahora, se han roto.