Volvé a escuchar el comentario editorial de hoy de Cristina Pérez.
El gobierno es un nido de conspiraciones y desatinos con la traición a la orden del día. La particularidad es que los traidores no se ocultan tras las cortinas con el puñal sino que andan campantes a la luz del día, y eso exacerba la sensación terminal, cuando faltan aún casi dos años de mandato. ¿Cuál es el gobierno? ¿El de Alberto o el de Cristina? Porque si hay dos gobiernos no hay gobierno y eso percibe dramáticamente la calle.
Los ataques de Cristina al poder presidencial han sido demasiado brutales y funcionan como virtuales órdenes. Hasta ahora el modus operandi de la temerosa resistencia albertista a los embates de ella, había sido, disimular los golpes para absorberlos, aunque el resto lo mirara como debilidad o humillación. Pero el presidente ya no tiene espacio para hacer lo mismo, aunque lo intente. Luego de que la vice le enrostrara que no tiene poder y lo ninguneara ante visitantes internacionales en una puesta que quedará para las crónicas de la vergüenza nacional, los voceros del presidente dejaron trascender una curiosa valoración positiva: “al menos no rompió”, hicieron saber. El empecinamiento en ver una caricia en el choque contra el iceberg puede ser cinismo o terror, pero da igual. Lo que sigue, realmente no deja márgenes. Tiene que ver con la gestión económica y puede sintetizarse en algo que ocurrió mientras el presidente cambiaba pañales. El ministro de economía afirmó sin titubeos que él estaba ratificado en su cargo y que se gobernaría con los que estuvieran alineados. En ese sentido, avanzó administrativamente con la convocatoria a audiencias públicas por el aumento de tarifas. Pero ahora falta que el presidente realmente dé la estocada final. Cumplir los lineamientos con el FMI se ha convertido en su piedra filosofal. Si no puede hacerlo, las pocas variables que están en calma podrían deteriorarse y peor, sólo le restaría la insignificancia. En este punto, ya no hay chances de disimular nada, ni de jugar a dos puntas como solía hacer. Ir a Rusia y China para agradar a Cristina y mandar a Cafiero a Washington para agradar a Kristalina. Ahora, debe demostrar que está dispuesto a mantener su propio rumbo, o desistir. Si fuera así, concretaría como profecía autocumplida las palabras de Cristina: tener la banda y el bastón no es tener poder.
Todo parece centrarse en el ministerio de economía, hacia donde apuntan los cañones de todos. ¿Puede prescindir el presidente de su ministro sin que esto sea visto como extrema debilidad? Es tan delirante el nivel de dislates que hasta reapareció Julio De Vido para criticar el rumbo económico. Calificó al ministro Guzman, de “jefe de campaña del macrismo”. El campo de lo que parece la batalla final es el mismo de siempre: el aumento de las tarifas. Y en este sentido el ex ministro coincide con Cristina de la que estaba peleado sin remedio. “Aumentar las tarifas es echar nafta al fuego”, asegura. En medio de tal asedio, que ya incluye –como se ve- a los más impresentables, concretar la suba de tarifas es una cuestión existencial para Alberto Fernandez que define poco en términos de ajustes, porque por efectos de la guerra no significará demasiado en la reducción de subsidios con los aumentos del combustible. Pero que define mucho sobre su destino: no hacerlo, sólo coronará su impotencia.
El gobierno podría reducirse a un solo momento. El momento en que el Presidente y su ministro de economía no pudieron echar a un subsecretario. Eso ocurrió el año pasado y el funcionario de segunda línea contaba con un superpoder muy particular: la orden de Cristina de atrincherarse. Fernandez y Guzmán debieron entonces recular en chancletas. Hoy, la escena es la misma. Federico Basualdo resiste. Lejos de convocar la audiencia elaboró un informe denunciando que el aumento sería casi cuatro veces más de lo que su gobierno promete. Guzmán lo pasó por alto y movió las piezas administrativas. Ahora le toca mover al presidente, que acaba de dejar la clínica donde nació su hijo comparando estos días con un oasis de paz. Después del oasis, Alberto mira el desierto, interminable e intrigante del poder. ¿Quién es él?, es la pregunta que se dibuja en las cambiantes arenas del futuro. Al final de cuentas, ninguna postergación es infinita. No hacer, no seguir su propio rumbo, sería un boleto hacia la total insignificancia, sería la rendición. Cristina tendría finalmente razón. Seguir adelante, con los pocos propios, y resistir el terremoto interno, sería durísimo, pero no le queda otra. Lo contrario, sería virtualmente como entregar totalmente el gobierno.
“Alberto al gobierno, Cristina al poder”, fue la fórmula con que transcurrieron estos dos años decadentes y para el olvido. La historia fue generosa con Alberto. Era imposible que soñara siquiera con ser presidente sin el patrocinio de Cristina, que ya le dijo: te dimos el bastón y te pusimos la banda porque sabíamos que no eras nada. Tener el poder, además del gobierno, ahora depende totalmente de sí mismo. De lo contrario, con un gobierno finiquitado por el ninguneo, sólo habrá terminado otra farsa. La farsa de Cristina, que en su ferocidad vendió un presidente de cartulina. Y hoy, rodeada sólo por fanáticos, ya ni siquiera oculta su verdadera cara, antidemocrática, autoritaria, y letal. La casa no está en orden. Ella no es Chacho, ni Cobos. En estos días, más bien se parece a una caricatura de Aldo Rico, pero con vestido.