La economía argentina es una trampa de distorsiones. Con el invierno en puerta, el temor a la falta de gas cuando llegue el frío, deja en evidencia una política de precios forzados, pero no de producción, en un país que perdió el autoabastecimiento hace más de una década. Es sólo un ejemplo.
En cada sector de la economía, los cepos, las regulaciones, los impuestos y la burocracia, alimentan el monstruo del estado que consuma una paradoja: es grande pero inútil, poderoso pero impotente.
En el fondo de las cosas, yace un concepto político más que económico que tiene que ver con el control y con la extracción de los recursos, esquilmando al que los genera cuando la lógica indicaría que lo mejor sería ayudarlo a que genere más. Un estado que vive para sí mismo, y vampiriza a su población, más tarde o más temprano encuentra la pared de la realidad y con ella el agotamiento de los recursos que tomaba como propios, además de un callejón sin salida: la escasez.
El día que un camión llega a cargar gas, no puede pagar el precio por el que combinó la entrega de su carga o directamente no encuentra el suministro, apaga el motor en medio de la ruta, y es el último eslabón de una cadena de ineficiencia que fue cultivada por un estilo de hacer política que no tiene foco en el largo plazo. Cuando hablamos de populismo también hablamos de esto. Del dispendio de los recursos privados con la lógica de una supuesta distribución que al final de la historia deja al descubierto entramados de corrupción y un mal mayor para toda la sociedad. Más que distribuir termina siendo desmantelar un tejido productivo sensato. El que hace las cosas bien es afectado para que alguien las pueda hacer mal, y todo en nombre del bien común. La decadencia, avanza sin prisa, pero sin pausa, con el boleto asegurado. Esta es la voluntad imperante y una forma perversa de construir poder.
Cuando llegas a una góndola y algo falta, hay una cadena de insensatez e ineficiencia que impidió que un bien se trance en forma razonable desde su producción hasta la comercialización al público en los términos que hagan conveniente que alguien quiera invertir, competir, vender o comprar. Eso garantiza que las cosas ocurran. Como todo este entramado no es visible para el ciudadano común, luego es fácil que le hablen de cucos y demonizar la idea del interés. Sin embargo, poco a poco, la gente se va dando cuenta, en la asfixia de los propios impuestos que debe pagar, y que, como decía en medio de una enorme impotencia el dueño de un bar de Córdoba que no tuvo otra que cerrar: el estado te funde.
La otra cara de un mercado que está roto, sin crédito, con la espalda quebrada por impuestos, burocracia e ineficiencia, es el avance del estado en todas las áreas y el fracaso de su intervencionismo que en la asistencia social tiene uno de los más dramáticos ejemplos. El fracaso de los planes sociales tiene que ver con eso. Nunca hubo tantos planes y tanta conflictividad a la vez. La misma clase política que los multiplicó ahora se hace la sorprendida, luego de recibir encuestas. El problema era anterior a las encuestas. Antes de que el 80% de la gente diga que está en contra de un acampe masivo en la 9 de julio, el acampe masivo ya era inaceptable. Antes de que la gente haga saber su rechazo en los focus groups, los planes habían demostrado no ser un puente hacia el trabajo sino una nueva escala en el pantano de la pobreza. Cada día aparece una nueva historia sobre alguien que ofrece empleos, pero no encuentra interesados porque prefieren no desprenderse de la seguridad de la asistencia o porque no hay suficiente capacitación. Todos los estímulos equivocados están a la orden del día. La distorsión empieza cuando es el propio estado el que dice que el mérito no vale y que sólo vale el estado poderoso que iguala. Así, con la misma lógica de la escasez, un día que es hoy, sólo hay falta de capacitación y una cultura del trabajo rota como la economía.
En las graves distorsiones del mercado laboral y en el negocio de la pobreza del que deriva la cultura de los planes, no hay inocentes. Los dos acampes sin antecedentes que se produjeron en el último mes, ocurrieron en medio de una total inacción para evitarlos. La misma ciudad que dice que no puede haber otra foto de la 9 de julio convertida en un camping, no apareció con su policía cuando eso ocurría. Ni tampoco las autoridades para marcar lo inadmisible. Sigue sin existir un punto medio entre reprimir y cumplir con la obligación de poner orden que le corresponde al estado. Prevalece el miedo o la tibieza, y luego vienen los hechos consumados. Con los incidentes en el congreso pasó lo mismo. No pusieron vallas porque desde el Congreso las autoridades, se decía, no querían, y luego, cuando la situación se desmadró, los que supuestamente no querían vallas se hicieron los giles y la ciudad quedó girando en descubierto. En la manifestación siguiente las vallas estuvieron. Esta ambivalencia es todo lo contrario a la disuasión y al orden. Ahora la ciudad de Buenos Aires que es el blanco principal de la saña kirchnerista, recurre a quejas de buenos modales ante una política de hechos consumados que fue la constante desde que comenzó el gobierno de los Fernandez. Meter la mano en el bolsillo de los porteños es una política de estado para el gobierno nacional que busca así atacar a la ciudad que nunca los va a votar y en ella a la clase media que detestan. Pasó con los recursos de la policía, pasó con las clases, pasó con la coparticipación, pasó con el revalúo que ahora puede implicar un impuestazo de más de 500 por ciento para los porteños y obviamente pasa con la protesta social.
El acampe de la semana pasada cruzó en muchos sentidos una frontera. Hasta ahora, se impedía que los reclamos cortaran el metrobus, que toda la avenida quedara obstruida, y que se extendiera la protesta con la pernoctación de los manifestantes. Todas esas líneas fueron cruzadas. Sentaron un peligroso precedente en el espacio público. Ganaron las calles en detrimento de miles de personas que vieron obstruidos sus derechos a circular. En medio de una creciente conflictividad social los políticos tienen terror de que como dicen brutalmente en forma reservada “les tiren un muerto”. Pero claramente no pueden renunciar a mantener un marco de orden mínimo. Es una falta de respeto para miles de ciudadanos y, digamos todo, es incumplimiento en sus deberes, aunque a pocos les importe este ítem.
La propuesta porteña de que el que corte las calles pierda el plan social peca de ingenua. La protesta fue el vehículo para tener más planes no para dejar de tenerlos, porque básicamente esta lógica funcionó. Esta idea tiene como antecedente lo que pasó con los atacantes del despacho de la vicepresidenta. Ojala fuera igual de importante el ataque a cualquier vecino. Pero la quita de planes por protestar parece irrealizable cuando da en el corazón de lo que es el negocio de poder y dinero en que se ha convertido el clientelismo fomentado por la política y por el kirchnerismo en particular que duplicó los planes sociales que no redujo Macri.
Hoy, en la calle, tienen más fuerza los movimientos sociales que el movimiento obrero. Hay funcionarios del ministerio de desarrollo social que también son líderes de las agrupaciones más grandes y actúan increíblemente de los dos lados del mostrador. Que estos movimientos sean escuchados debería propender a que la gente deje de ser desocupada, que deje de necesitar asistencia del estado. Aquí, la mayor distorsión de todas: hoy el plan parece la garantía de que no se volverá al trabajo y no una transición para conseguirlo. La clase política balbucea ahora que quiere enfrentar el problema.
El diario Clarin cita un informe de la consultora Diagnóstico Político según el cual en el mes de marzo hubo 800 piquetes en todo el país, un promedio de 25 por día y que, si esto se replicara a lo largo del año, podría llegar a 9600. Ahora el gobierno nacional habla de extorsión, pero fueron los mismos que dejaron hacer y convirtieron a esas metodologías en formas exitosas de petición o que directamente no quisieron impedir en las calles. El sello y la firma quedaron en aquel ataque a la legislatura en los comienzos del kirchnerismo ante el que la inacción total fue la única política. El piquetero Luis Delia que tomó en eso días una comisaria, terminó siendo funcionario y puntal del gobierno.
En Argentina el Estado peca cuando interviene y también cuando no lo hace. Parece una afirmación contradictoria que se saldaría muy fácil. El estado debe garantizar el cumplimiento de los derechos sin favoritismos ni ventajas con la ley como parámetro. Lamentablemente la política encuentra sus monedas de cambio más miserables en la necesidad y un día ese círculo también se agota, porque sólo lo convierte en un socio de que la pobreza siga como está. Así de terrible.asistir a estas personas que no tienen baño.