Volvé a escuchar el comentario editorial de Cristina Pérez.
El Papa no ha sido un jugador neutral en la política argentina, pero sí un jugador reservado. Eso no ha impedido que desde que Jorge se llama Francisco, hayan quedado claras sus simpatías políticas e ideológicas. Cultor de mensajes cifrados que se leen con el doblez de los oráculos, sabe que, cuando sus puntos de vista son públicos produce un hecho político. Particularmente en el peronismo que lo reconoce como un virtual líder. Por un lado, ha sido más que evidente, la identificación con visiones anticapitalistas, que lo acercan al discurso que aquí se conoce como pobrista y que le dieron más afinidad con sectores del kirchnerismo que con la oposición.
Paradójicamente, era en líderes de la oposición en quienes encontraba apoyo cuando, siendo Jorge Bergoglio era considerado por el entonces presidente Kirchner como el enemigo público número uno. A esas antipatías recalcitrantes se le debe una anécdota que algunos aún recuerdan, sobre la furia de la entonces presidenta Cristina Kirchner al saber de su designación como Vicario de Cristo en la tierra, justo cuando ellos hacían todo para jubilarlo como cardenal. Luego, en un santiamén, con un pragmatismo sin pudores, de la misma manera que había estallado en privado, Cristina se corrigió en público, se puso el velo y el vestido negro a tono con los protocolos del Vaticano, y partió a Roma a cambiar la historia de una relación difícil. La sobreactuación de Cristina no fue lo que más llamó la atención, cuando le ofrendaba regalos con sendas explicaciones ante las cámaras, sino el cambio radical en las posturas de quien solía ser abiertamente crítico como arzobispo y de pronto se volvía casi un aliado político. Cristina se comportaría como su nueva mejor amiga, en tanto le sirviera. Se habló mucho y corrieron ríos de tinta interpretando al Pontífice y sus contradictorias posiciones políticas. Ninguna visión contemplativa sobre su rol mundial o su política pastoral evitaron que también el inesperado e impensable Papa argentino quedara posicionado por su propio designio de un solo lado de la grieta. El kirchnerismo se regodeaba por la buena relación con Roma a la que Cristina le sacaba hábilmente partido. Con la llegada de Mauricio Macri al poder, el Papa no ocultó, ni en su gestualidad para las fotos, el malestar con el entonces presidente generando sorpresa por un contraste que sólo podía explicarse en términos ideológicos. En el Macri jefe de gobierno porteño, Bergoglio había encontrado un aliado cuando el kirchnerismo despreciaba abiertamente los tedeums en la catedral. Entonces, era el confesor de Gabriela Michetti y un favorito de Lilita. Ahora, de pronto ponía mala cara en las fotos que apenas salvaban la sonrisa de Antonia. El posicionamiento ideológico se profundizó con sus alianzas con personajes como Juan Grabois y más adelante, incluso se le adjudica un rol clave en la unidad del peronismo que permitió su regreso al poder con Alberto Fernandez como presidente de la mano de Cristina. A tal punto fue abierto mentor albertista que la primera dama Fabiola Yañez llegó a involucrarse personalmente en el proyecto papal de las llamadas “scholas ocurrentes” y hasta realizó una gira personal al Vaticano para participar de un acto al que asistió el propio Francisco, en el que ella cavaba un hueco en la tierra en forma simbólica, para que renaciera la solidaridad entre los jóvenes por un mundo mejor. Eran tiempos en que buscaban que la primera dama tuviera el look de Evita y su impronta social. Nadie imaginaba siquiera el escándalo sin retorno de la impúdica fiesta en Olivos. Pero no fue por esto último que el Papa sintió el frío de la traición. Y lo sintió dos veces. Alguno podrá decir que estaba avisado, con sólo evocar sus días como arzobispo porteño. La sanción de la ley de interrupción del embarazo en su propio país marcó la primera ruptura categórica y un punto de difícil retorno para el pontífice. Cristina, que había militado posiciones antiabortistas durante sus dos presidencias impidiendo el tratamiento del aborto, de pronto dejaba el rosario, tomaba el pañuelo verde y cambiaba de opinión. Y un presidente ungido por él mismo, era el artero artífice de una medida que fue recibida como un cachetazo por la grey católica, pero que estaba a tono con los nuevos vientos feministas de los que la iglesia no se dio por enterada, y que Alberto necesitaba para salvarse de su emergente impopularidad. Esto no evitó, sin embargo, que a comienzos de 2021 el Papa intercediera por Argentina ante el Fondo Monetario e incluso ante los EEUU, donde su buena relación personal con Barack Obama y con Joseph Biden, que además es católico, allanaron el camino de buenas voluntades para un entendimiento. La cúspide de esas gestiones tuvo al Ministro de Economía Martin Guzman como un protegido en Roma y nombrado como miembro de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales. A Cristina no la conmueven los designios celestiales al parecer porque también primó el desaire cuando lejos de concretarse un acuerdo, el gobierno argentino alargó las negociaciones hasta casi el punto de quiebre llegando a las puertas de un default y obteniendo la aprobación de un acuerdo con el FMI gracias al voto de la oposición. Nadie recordó entonces las gestiones papales.
La distancia que sobrevino, más allá de algún vínculo personal, avanzó también al compás de los escándalos durante la pandemia y el agravamiento de la crisis económica. La carta pública el Papa envió al Presidente el 25 de marzo pasado, y que se conoció este miércoles, en la que le pide “soluciones adecuadas” especialmente para “los más débiles y descartados” pero también apela a la dignidad de las personas, puede encerrar mensajes varios. El Papa siempre defendió la cultura del trabajo en detrimento de los planes sociales pero también pidió la prioridad de la asistencia a los más pobres de la que la propia iglesia es protagonista con la acción de Caritas. Es más curiosa, sin embargo, la referencia a los “colaboradores” presidenciales en la misiva. Francisco le pide a la Virgen de Lujan que “les obtenga” al mandatario y “a sus colaboradores la asistencia del Espíritu de la verdad para trabajar por el bien común”. ¿Es que no lo estaban haciendo? ¿No estaban trabajando por el bien común? ¿Por qué necesitan del espíritu de la verdad a ojos de su santidad? ¿Entre los colaboradores del presidente se cuenta a la vicepresidenta? ¿Puede leerse la carta como un llamado a la unidad interna del gobierno? ¿Puede ser también un pedido de mesura en el ajuste? ¿Es la carta del Papa o es la carta del último líder peronista con ascendencia sobre un partido fragmentado? Sólo horas después de la epístola que el presidente agradeció de corazón llamando al Papa “un líder moral que promueve la paz, la equidad y la unidad”, se anunció el incremento de un 50% en la tarjeta Alimentar que alcanza a 4 millones de beneficiarios.
No son tiempos sencillos para el Papa y su legado. En el mundo cuestionan su morosidad y le adjudican hasta una velada defensa de Vladimir Putin a quien a más de un mes de la invasión de Rusia a Ucrania aún no ha mencionado con nombre y apellido. Recién ayer después de la masacre de Bucha, Francisco tomó una bandera de Ucrania y condenó las atrocidades. Sólo dos días antes había despertado críticas por un tuit de insólita levedad donde parecía lavar los pecados de Rusia bajo la generalidad del término “guerra”, y ponía a los refugiados ucranianos a la par de los de otros continentes como si todo diera igual. El errático discurso escalaría hasta una exclamación aún más controversial: “¡todos somos culpables!”. En su afinidad pro rusa el Papa también tiene adeptos fervorosos en el oficialismo argentino. Pero como al gobierno local, la realidad y la carnicería de un criminal de guerra, parecen no dejarles ya margen.
Dicen que nadie es profeta en su tierra. En Argentina muchos feligreses aún se preguntan por qué habiendo llegado tan cerca, a Brasil y a Chile, Francisco aún no visitó su propio país desde que es Pontífice. Algunos, de hecho, lo viven como un desaire. En la primera etapa de Alberto Fernandez como presidente se llegó a rumorear que por fin la visita ocurriría. Hoy, que el mundo se pregunta si acaso Juan Pablo II no hubiera puesto ya un pie en Ucrania apenas comenzada la guerra, una visita a Buenos Aires está directamente fuera de toda agenda de especulaciones.
Es quizás esta carta pública un hondo reconocimiento de la gravedad de la crisis argentina, que incluso logró romper el silencio autoimpuesto por el Papa para los conflictos vernáculos, en un intento de moderar las discordias que hoy impactan de lleno en la gobernabilidad. Ya se sabe, los caminos de la política están llenos de buenas intenciones. Pero quien sabe, una palabra papal echa manto de piedad a las internas encarnizadas del poder. No será la paz en Ucrania, pero la más módica paz en el peronismo lo que al menos le traiga algo de quietud a las galerías de Santa Marta, en el Vaticano, en Roma.