Más allá de lo repugnante, lo violento y lo vulgar que exuda cada nuevo audio, foto o video de las tropelías de Alberto Fernández, todos tienen la virtud de explicar el desastre de su No Presidencia. Ahora se entiende a qué se dedicaba en lo que fue una verdadera abdicación a sus funciones, por una mezcla de inutilidad, despoder y gronchada. Es cierto que Cristina Kirchner y Sergio Massa le hicieron no un virtual golpe de palacio sino dos. El primero fue con la carta de la señora luego de la derrota de las elecciones de medio término y el segundo, cuando le eyectaron a la intrascendente Silvina Batakis para que desembarcara en Economia el super ministro Massa. ¿Se acuerdan del super ministro? Asumió como si fuera un nuevo presidente del Frente Renovador.
Ahora ya sabemos a qué se dedicaba Alberto cuando parecía borrado de la gestión. Pero hay algo más en el audio reciente, que aunque pertenece al revelador universo de lo emocional, corresponde a uno de nuestros males más letales: la hipocresía.
Además de ser un ordinario era un hipócrita. Como reza el dicho popular: todo de lo que se jactaba era aquello de lo que carecía. No era ni feminista ni amante del cine nacional. ¿Cómo se sentirán ahora los artistas y las mujeres que le creyeron que sí? Hay una cuestión del relato, que es mucho más perversa sin embargo, que aparentar ser lo que no se es, o que falsear un sentimiento; y es que la hipocresía del relato siempre fue una fabulosa coartada para hacer negocios, enormes cantidades de guita, eso sí, en nombre del pueblo. El montaje del estado presente era la pantalla de una frondosa y metastásica corrupción. A más estado, más oportunidades de curros. Y a la síntesis de ese círculo de imposturas e impostores, la sintetizó perfectamente el influencer Santiago Maratea.
A Maratea, la primera vez que osó preguntarse sobre la fortuna de Máximo Kirchner lo salió a cazar la patrulla k de las redes. Pero su síntesis da con un gran tema de época: la caída de la careta de las izquierdas caviar que además de hacerse ricos mientras predican sobre el Che Guevara, defienden a dictadores sanguinarios, a terroristas islámicos, se olvidan del feminismo si las violadas son judías, y además de todo, atrasan. Como decía en este mismo programa el empresario tecnológico Martin Varsavsky.
Los discursos progres montados en su almohadoncito cómodo de lo políticamente correcto, terminan quedando desenmascarados cuando lo que aflora detrás de la pose, es un tremendo negocio. Y cuando aparecen insalvables las contradicciones de lo que decían defender. Las trompadas a Fabiola son la verdadera cara del feminista, el estado presente deja un país fundido, y la democracia solo les gusta cuando ganan. Si pierden no tardan ni un minuto en comprar pochoclos destituyentes.
A lo largo de este año, desde el paro record de la CGT, pasando por los pochoclos de Albistur y llegando a los paros salvajes de Biró, un sector de la oposición no oculta que busca quebrar al gobierno de Milei y que preferirían que se vaya. El asado de Olivos, pudo caer mal, porque el país no está para asados, pero hasta un chico sabe que tiene que ver menos con una reunión social que con la urgencia política de un gobierno que necesita boquear los dos tercios que servirían para voltearlo. Es algo tan delicado políticamente, que resulta increíble que se queden en el análisis del menú. Parece que recién ahora les importan las reuniones en Olivos, cuando antes eran frecuentes, exóticas y clandestinas.
El país está asqueado de la doble vara. Y también está con la piel hipersensible. No le va a dejar pasar una a nadie. Y eso incluye al presidente. Un presidente al que muchos votaron por no ser un hipócrita y que está haciendo lo que dijo que iba a hacer. Pero que también debe tomar nota de otras cosas, como la importancia de lo institucional y de no convertirse en casta, como demostró campante el senador puntano Bartolomé Abdala.
Pero los hipócritas, los hipócritas abundan. Se los reconoce incluso cuando disimulan. Cuando se suben el sueldo con la mano agachada o cuando le pegan a la mujer con la misma mano en la que llevaban, un rato antes, un brillante pañuelo verde.