La honestidad en el ejercicio de la función pública solía ser una característica intrínseca del funcionario, el cual asumía el compromiso de la gestión con el único objetivo de transformar la realidad del colectivo. Sin embargo, pareciera ser que la ética ya no constituye un valor fundante de la persona, que tiende a optar por el enriquecimiento personal más que por el engrandecimiento del país.
El deterioro de aquel legado ético le quita fortaleza a cualquier plan de Gobierno. Por eso se hace imperioso volver a ponerla de moda, porque su ejercicio cotidiano robustece las políticas públicas así como, por el contrario, se ven profundamente diezmadas cuando los funcionarios tienen un interés desmedido por el dinero y los privilegios. No existe debilidad mayúscula que un alma corrompida por los lujos.
Si en el ámbito privado estas debilidades son una complicación para el sistema, cuando habitan las oficinas públicas son una calamidad para el colectivo. Porque cuando se toma la decisión de abrazar el compromiso cívico se deben afrontar dilemas que requieren de una templanza moral extraordinaria hecha a fuerza de austeridad y sacrificio.
¿Por que me resulta tan relevante la ejemplaridad en este momento histórico? Porque la Argentina en los próximos años debe hacer una inmensa transformación e iniciar una senda de innovación y reducción de privilegios para superar el estancamiento y la degradación conceptual. Esto solo es posible si la sociedad percibe en aquellos que la conducen: coraje, compromiso y una actitud ética a la altura del sacrificio que se está pidiendo.
Esta autoridad moral es la que también debe percibir la burocracia estadual, la cual debe acompañar esta epopeya transformadora, y esto en lo concreto, sólo es posible si convertimos una maquinaria paralizada por capas geológicas de empleados públicos poco capacitados, en una organización que atraiga, motive y retenga recursos humanos valiosos. Esto implica también reconvertir prácticas corruptas y amorales de los empleados en todos sus niveles, conductas que en su sumatoria entorpecen el crecimiento del privado, el cual percibe cada regulación como una carga desmedida al mundo de la producción.
Pero cómo lograr que prime el buen comportamiento en un Estado que se ha convertido en un mar de cuantiosos fondos e intereses sectoriales. Yo creo que ahí se tornan imprescindibles la transparencia, el control y una sociedad movilizada.
Cuando más corrupción endémica se encuentra anquilosada en las estructuras publicas, mayores son los niveles de opacidad. Allí donde no pueden penetrar la mirada y el control de la sociedad seguramente se están cometiendo irregularidades.
El principio de transparencia en la gestión pública se refiere, en la ley de ética pública, al deber de los poderes públicos de exponer al análisis de la ciudadanía la información de su gestión, el uso de recursos, los criterios con que toma decisiones y la conducta de sus funcionarios.
Toda información debe ser asequible para la comunidad. Esto adquiere especial relevancia en un Estado republicano que propenda a la igualdad, ya que allí debe imperar la responsabilidad de la autoridad frente a sus administrados, la completa publicidad encuentra sentido como apertura hacia el debate y la promoción, acompañada del derecho a la información veraz, de la actividad crítica especialmente en la sociedad civil e instituciones públicas.
El proceso de toma de decisiones debe ser conocido en detalle por todos, en forma clara y precisa. Esto permite que la sociedad conozca de qué manera se invierten los recursos públicos, promueve la rendición de cuentas de las personas servidoras públicas y empodera a la ciudadanía al modificar la relación que tiene con el poder, ya que al contar con información sobre la actuación de las y los servidores públicos puede evaluar su desempeño.
Dicho de otra manera, la transparencia no se limita solo al esfuerzo unilateral de difusión de información gubernamental por parte de entes públicos, sino como un proceso de intercambio entre gobernados y gobernantes que sirve para el control, pero también, para enriquecer los programas de Gobierno.
Cada vez que existe una decisión administrativa cuyo origen es turbio o indeterminado es un retroceso en la confianza que ha depositado el ciudadano en el sistema democrático, porque el principal deber que tiene el Estado es proveer la claridad suficiente para demostrar su racionalidad y objetividad
Por último, me gustaría señalar que existe una dimensión económica de la transparencia en el manejo de los recursos del pueblo que suele ser infravalorada. Estoy convencido de que la confianza en las instituciones democráticas no solo les da fortaleza a las políticas públicas a desarrollarse, sino que también genera un clima de negocios propicio para el desarrollo.
Pareciera que la política argentina todavía no ha comprendido el valor que tiene la transparencia en la construcción de una economía sana y previsible. Las inversiones solo pueden acrecentarse, si el mundo empresarial logra vivenciar un horizonte de racionalidad y previsibilidad que les permita proyectar un plan de negocios sin los imponderables que traen aparejadas las arbitrariedades de la opacidad.
El futuro de nuestra democracia se encuentra asociado a buenas prácticas de gestión que nos permitan iniciar un camino virtuoso para derrotar años de frustraciones. Es imposible pensar un país a largo plazo sin un componente ético de nuestros funcionarios.
Parafraseando el famoso refrán popular de Elton Trueblood: “El día que podamos construir una clase dirigente capaz de plantar árboles a cuya sombra saben que jamás habrán de sentarse”, podremos iniciar la senda del crecimiento.
(*) Politólogo, Asesor parlamentario
Escrito por Alexis Chaves