“Estuve prohibido 20 años. Incluso tenía un sponsor que pagaba el espacio para que pasaran ‘Vacunas para el alma’, unos micros míos que ya estaban grabados, y ni así me los dejaron pasar en la Tv Pública. Fue en época de la pandemia, cuando recién estaban saliendo las vacunas contra el Covid-19, eran 80 micros de 5 minutos de canciones, de arte de nuestra tierra. Yo conocí un laboratorio que compraba el espacio para que lo pasen, porque sabía que gratis no me lo iban a dar, y nunca me contestaron. Ni pagando dejaban pasar mi música. Nunca tuvieron ni la deferencia de contestarme, por lo menos de decirme que no. Ni con pauta publicitaria, ni ganando ellos, yo podía estar. Fueron momentos duros, pero ya pasó, ya fue. Lo que más lamento es haberme desilusionado de gente que conocía desde hacía muchos años, que yo les había dado una mano, y miraron para otro lado. Hoy puedo decir que me siento orgulloso de mí, de respetarme, de respetar mis ideas. Cuando fue lo del campo, que generó que me prohibieran, yo sabía en el quilombo que me metía pero me acordé de mi padre, lo que le enseñó mi abuelo, y el siempre me decía: ‘Hay que hacer lo que hay que hacer. No lo que te conviene.´ No fijarte la conveniencia para actuar. Hacer lo que hay que hacer, lo que debe. Eso me marcó en mi vida y fue la mejor enseñanza que pudo dejarme mi padre.”
Antonio Tarragó Ros nació el 18 de octubre de 1947 en Curuzú Cuatiá, Corrientes, en el corazón del chámame. Su comunión con el público y la música la vivió desde muy pequeño. El amor hacia su padre lo hizo amar el bandoneón, el chámame y la música litoraleña como pocos. Su historia de vida es sumamente inspiradora. Es hijo único de Tarragó Ros, uno de los legendarios cultivadores del género, la música propia del litoral argentino, y Elia Crispina Molina; un matrimonio fugaz, que la rigidez moral del abuelo Antonio Ros los obligó a casarse. Poco después de su nacimiento sus padres se separaron y él quedó al cuidado de sus abuelos, sin volver a ver a su madre y muy pocas veces a su padre en su primera infancia. Hablando de su historia familiar el músico aseguró: “Mi papá era nieto de catalanes, mi abuelo tenía barraca, tenía campo. Él se enamoró del chamamé en la barraca porque venían a traer los cueros de las estancias con carretones. Entonces hacían campamento y se quedaban allí. Entonces tocaban el acordeón, tocaban la armónica y papá se enamoró de eso. Mi papá era un bicho raro porque un tipo de una familia pudiente y muy intelectual que abrazara el chamamé y dejara todas las comodidades por vivir en una casilla muy modesta, persiguiendo su sueño. El día que lo vi, enseguida entendí que este era mi camino”.
Sus abuelos que eran anarquistas y ateos. No quisieron que fuese al colegio como todos los chicos de su edad y su abuela lo educó en casa porque desconfiaba de la escuela pública. Tuvo una infancia solitaria y muy difícil, pero creció en un hogar donde siempre estuvo presente la música. Cuando fallecieron sus abuelos y luego de vivir en la pobreza y hasta dormir en cajones de soda: “A mí me salvó la música y la lectura. Desde muy chico, como mis abuelos eran anarquistas y no quisieron mandarme al colegio para que no me pusieran ‘ideas extrañas en la cabeza’, me enseñaron a leer y me daban libros que eran para niños de mi edad. Yo leía y me metía en ese mundo mágico del libro. Viajaba a otros países, vivía sus historias, sus aventuras… Aprendí a querer a la soledad, a encontrarse con uno… Leer a mí me salvó la vida. Cuando yo dormía sobre unos cajones de soda, agarraba un libro, me ponía a leer y me transportaba a otras realidades. Yo me veía navegando los mares de no sé dónde, como en el libro. Cuando murieron mis abuelos tuve una infancia muy dura. De tener todo pasé a no tener nada. Tenía un solo pantalón. Lo lavaba a la noche y al otro día me ponía el mismo para ir al colegio. Mis amigos de aquella época me decían hace poco que yo pude haber sido cualquier cosa con la infancia tan terrible que tuve: ‘podrías haber sido un borracho o el degollador de Curuzú Cuatiá, un asesino...’ Sufrí mucho, pero yo no me daba cuenta. Era mi realidad. Ellos que me veían de afuera lo veían con crudeza. En primer año de la secundaria, durante muchos meses, tuve un solo pantalón. Hasta que se avivo un amigo mío y me dijo: ‘Gurisito ¿Vos tenes un solo pantalón?’ Y le pidió un pantalón al hermano y me lo dio. Pero no lo sufrí. Tuve una buena preparación intelectual y estuve muy bien formado moralmente por mis abuelos. Eso me dio una gran fortaleza. Por eso nunca tome, ni me drogué… Porque eso era entregar mi cerebro, que era la gran defensa que yo tenía en la vida. La conciencia, el pensar.”
Siguiendo con su vida, Antonio continuó: “Cuando mis abuelos murieron, me retiró mi mamá para llevarme con ella. Como ella vivía en Buenos Aires y tenía dos hijas más, me dejó en la casa de su cuñado en el campo. Entonces como yo no iba a la escuela, ni nada, pasé a ser un peón de una estancia pobre. Ahí aprendí a andar a caballo, a nadar agarrado de la cola de los caballos… podría haberme ahogado. De ser hijo de ricos, pase a ser el último mencho de un campo pobre. Ahí aprendí a arar siendo muy chiquito. Hasta que vino Alberto, un amigo de mi papá, que era el que le llevaba la soda a mi abuela, fue a buscarme para que yo vaya a la escuela. Me llevó a vivir a la sodería y me enseñó a tocar el acordeón. Yo ya tocaba, pero muy feo. Ahí empecé a ir a la escuela y me hice amigos que sigo viendo hasta el día de hoy.”
Con el tiempo viajó a Rosario, se puso en contacto con su padre que vivía ahí y así entró y se dejó cautivar por la cultura chamamecera: “Mi papá tenía tuberculosis y tenía tomado los dos pulmones. Él no sabía que yo sabía. La que era la mujer de mi papá me avisó y me dijo: ‘Mira que tu papá tiene esto, esto y esto… tendrías que venir. No le digas nada que sabes la realidad. Yo le dije que vos querías venir acá a tocar con el conjunto y el no quiere. Quiere que te quedes allá en Curuzú Cuatiá. Pero le dije que vos te emprerraste en que querías venir.’ Entonces yo llego con esa mentira a mi papá y mi papá no estaba trabajando, pobre se caía a pedazos. Tenías grandes problemas económicos. Vivía en una calle de tierra, en un barrio pobre de Rosario. Yo creía que como lo escuchaba en la radio y era famoso, era rico. Tenía que vivir en una casa de dos plantas, por lo menos, en un barrio de ricos. Pero no era así. Sus padres tenían mucha plata, pero él por la música dejó todo y se dedicó al chámame. De ahí le agarré una gran admiración a mi papá. Decía yo: ‘Mirá este tipo de donde viene, sus padre tenían campos, hectáreas, vacas… Cuando había veinte autos en Curuzú Cuatiá, 3 eran de mi abuelo. Mirá donde esta este por el chámame.’ Yo todavía estaba buscando que ser en la vida y al verlo dije: ‘Esto es lo que yo quiero para mí, para mi vida. Esta pasión.’ Sabía que era algo difícil, porque el chámame era algo marginal en aquellos tiempos. Para colmo yo no tocaba muy bien como para poder tocar en el conjunto con mi papá. Pero había que hacerlo porque sino no había para comer. Andrés cañete me enseñó los temas de mi papá y debute a los casi 19 años en el conjunto de mi padre, pero sin mi papá porque estaba enfermo. El primer baile que hice qué tres veces el mismo tema, como si fuera un éxito, porque no sabía otro. Así comencé en el conjunto de mi papá. Estudiaba día y noche para aprender rápido y estar a la altura.”
Tocó con su padre como acordeonista suplente y también fue presentador de la banda. A los veinte años se desvinculó y llegó a Buenos Aires con su propio grupo. Fue su estilo provocativo y renovador el que lo llevó al principal escenario del folklore argentino. Tarragó fue quien estrenó el chamamé en el Festival de Cosquín. El camino que recorrió no fue sencillo. No lo aceptaban en las peñas y en las bailantas; en los programas de radio lo criticaban con dureza. Pero sus canciones, su impronta apasionada y su carisma personal pudieron más. Además de Cosquín hubo muchos otros festivales y también recitales, como el que reunió a 7000 espectadores en el Luna Park con estrellas de diferentes vertientes del chamamé: Coco Díaz, Damasio Esquivel y el cuarteto Santa Ana entre otras figuras. Algunas de las canciones de Tarragó como “María va”, “Canción para Carito” o “Jineteando la vida” son ahora icónicas de la música nacional.
Antonio Tarrago Ros ganó infinidad de premios y reconocimientos. Dos Premios Konex, Premios Estrella de Mar. Plaqueta de Oro ACE, el Cosquín y Cóndor de Oro y hasta un Martin Fierro Federal. Es defensor a ultranza del medio ambiente, fue premiado por la UNESCO y el Senado de la Nación por su obra Naturaleza, que relaciona la música argentina con la flora y fauna en extinción. Lleva el orgullo en la sangre de haber hecho muchísimo para que el chamamé fuese declarado “patrimonio cultural de la humanidad” en diciembre de 2016 por la UNESCO. Él fue quien llevó este género al Festival de Cosquín y enfrentó críticas por su estilo demasiado “sofisticado”. Su impronta abrió un nuevo camino en la música argentina y logró difundir nuestro folklore en el mundo.